
“¿Me voy a morir?”, preguntó mirándome fijamente.
“¿Qué le ha dicho la doctora?”, fue lo que respondí.
“¿Qué le ha dicho su familia al respecto?”, fue lo siguiente que pregunté.
“Me dicen que no me preocupe. Que no piense en eso. Que lo más probable es que me recupere, solo que esta vez está tomando más tiempo reponerme. Después de la recaída del cáncer que tuve”.
Al escuchar su respuesta, percibí cierta duda en su voz. Por eso le dije: “Por la forma en la que lo dice, me da la impresión que no está muy convencido con la respuesta que le dan”.
Mirándome fijamente respondió; “Es que no lo estoy. ¿Usted cree que me voy a morir?
Sosteniendo su mirada le pregunté: “¿Qué le dice su cuerpo?”
Bajó la mirada. Examinó sus manos y brazos, miró su pecho y sus piernas. Mirándome nuevamente dijo: “Estoy más delgado, casi no tengo hambre, cada día me siento más débil y sin energía. Cada vez se hace más difícil moverme y controlar mi cuerpo”. Se quedó un momento en silencio y agregó de manera concluyente “Me estoy muriendo”. Sus ojos se llenaron de lágrimas y agregó amargamente “me estoy muriendo y ellos (su familia, esposa e hijos) no me dicen nada. Me engañan, me dicen que me voy a recuperar, pero sé que no es cierto. Esta vez es distinto, siento que mi cuerpo ya quiere descansar”.
Antes de tener esa conversación con él, hablé con su esposa. Ella me explicó que los médicos le habían dicho que ya no había opción de recuperación. Que solo quedaba darle calidad de vida hasta que falleciera. Sus hijos también lo sabían, pero no querían que él lo supiera y me pidió que no se lo dijera. Hablando con ella me di cuenta que la idea de la muerte de su esposo era algo que le costaba aceptar. Enfrentar la realidad en ese momento era tan difícil para ella que prefería negar la proximidad de la muerte en un fútil intento de aliviar su sufrimiento.
Si bien no le dije a él lo que estaba pasando, evadir la realidad fue algo que no se pudo hacer durante nuestra conversación. No era posible esconder algo que era evidente, no era posible ocultar algo que él ya sabía. Su cuerpo le estaba diciendo lo que estaba pasando. Él podía leer claramente las señales que le estaba dando. Se daba cuenta de que su cuerpo no mentía, quienes lo hacían era su familia.
Según Font, Martos, Montoro y Mundet (2016), la conspiración de silencio o también llamada pacto de silencio, es un acuerdo tanto implícito como explícito al que llega la familia del paciente de cambiar u omitir la información que se le brinda sobre la situación de su enfermedad. Por lo general eligen actuar de esta manera, pues consideran que están “protegiendo” a la persona enferma del impacto emocional que podría tener en su vida el conocer la realidad. Prefieren no explicar lo que sucede pues consideran que la persona enferma se “deprimiría” o “perderá las ganas de luchar” si se entera de que va a morir.
Es por eso que la familia va envolviendo a la persona enferma en un entramado de mentiras respecto a su salud, diagnóstico y/o pronóstico. Con el paso del tiempo, sostener estas mentiras suele volverse cada vez más complejo. A medida que la salud de la persona enferma va deteriorando, se hace más difícil esconder una verdad cada vez más evidente. Tarde o temprano, llega un punto en el que seguir haciéndolo es como intentar tapar el sol con un dedo.
Esta red de mentiras va separando progresivamente al paciente de su familia. La distancia que se genera hace que la comunicación entre ambas partes se vuelva tensa y complicada. Las personas dejan de ser sinceras, tienden a esconder lo que realmente piensan o sienten y la mayoría de veces el paciente se da cuenta de eso.
La confianza se torna cada vez más débil y puede llegar a romperse al descubrirse la verdad. Cuando eso sucede, suele ser difícil volver a confiar. Esto hace que la relación se deteriore y suele generar en el paciente una sensación de aislamiento y soledad justo en uno de los momentos de mayor fragilidad en su vida, en el cual necesita sentirse cuidado, acompañado y cerca de las personas más importantes para él.
La proximidad de la muerte es algo que no solo afecta a la persona enferma sino también a su sistema familiar. La muerte los confronta a todos por igual en diferente intensidad. Este es un evento que implica un cambio significativo, trastocando la manera en la que los miembros de la familia se relacionan entre sí. Por eso, es importante que en la familia se puedan establecer las vías necesarias para acompañarse, sostenerse y apoyarse mutuamente.
La presencia de la conspiración del silencio en medio del sistema familiar constituye una acción que elimina toda posibilidad de encuentro entre el paciente y su familia. Cuando eso sucede, se hace muy difícil acompañar a persona enferma en su proceso de prepararse para morir y a los familiares en su proceso de asimilar la despedida. Al negar la muerte, se le quita la oportunidad al paciente de procesar todo lo que está sintiendo. El evitar hablar de la muerte impide que tanto ellos como sus familiares puedan expresar y elaborar todo lo que sienten entorno al final de la vida.
Puede darse el caso en que la persona enferma haga explícita su decisión de que no se le dé información sobre el pronóstico de su enfermedad. Conocer la verdad puede llegar a ser muy intimidante para algunos y es válido no querer saber lo que está pasando. No todos están preparados para afrontar la realidad y es importante respetar su decisión. Si la persona muestra deseos de saber lo que está pasando es necesario e indispensable compartir con ella lo que le está sucediendo. Responder sus preguntas, aclarar sus dudas, explicarle lo que viene e irla preparando para el desenlace.
Hablar de la muerte es incómodo, por eso es natural que haya cierto rechazo a tocar el tema. Los familiares suelen preferir rodearse de mentiras cuando hablar de lo que está pasando se les hace difícil, pues implica aceptar y lidiar con el temor, la tristeza, la cólera o la impotencia que sienten frente a la pérdida del ser amado. Es así que muchas veces a quienes buscan “proteger” de estas emociones con el silencio es, en el fondo, a ellos mismos y no necesariamente a la persona enferma que suele ser quien sí desea hablar del tema.
Por otro lado, es válido que exista en ellos el temor de que la persona enferma se entristezca al saber que su muerte está cerca. Sin embargo, puede llegar a suceder que su deseo de cuidar del otro nuble su visión y haga que les sea difícil reconocer que su familiar ya está sufriendo, solo que no lo dice. No hay forma de protegerlo frente a todo lo que genera saber que la muerte está cerca (tristeza, cólera, frustración, miedo, etc.), porque esas emociones son la respuesta natural frente a la experiencia que está viviendo. El hablar o no del tema no va a cambiar cómo se siente. La diferencia es que si no se habla, la persona termina sufriendo en silencio.
Tampoco es posible esconder la muerte porque el cuerpo da señales innegables de lo que está pasando. La persona suele percibir lo que sucede a través de los cambios que reconoce en su cuerpo. Hablar del tema no significa necesariamente tener que decirle algo que no sepa, porque seguramente ya presiente o intuye lo que está ocurriendo, sino que le damos la oportunidad de que exprese cómo lo está viviendo. Por eso, es importante hablar de lo que está pasando al ritmo del paciente. Responder con sinceridad sus preguntas en la medida que aparezcan. Darle la información que solicita suele reducir, en cierta medida, la incertidumbre frente a lo que está viviendo. Si bien no hay forma de saber cuánto tiempo le queda a uno de vida, se puede hablar de que el final está cerca y aprovechar cada día para que ellos puedan llegar al momento final con la tranquilidad de sentir que pudieron despedirse de la manera deseada.